Tengo poco más que decir de la #gordicon5, sólo que me siento una privilegiada de poder compartir un espacio como #weloversize y una casa rural un fin de semana con mujeres fuertes, divertidas, únicas, diferentes, fantásticas. Ojalá poder empezar todas las semanas con la energía y las risas que me han dejado ❤️
Papá y yo no tenemos fotos juntos de cuando yo era chica porque papá era el que las tomaba. Siempre se le dio bien la fotografía: mis hermanos y yo tenemos retratos preciosos hechos por él y por el ojo que tenía para ellas.
Cuando cumplí 25 me regaló una cámara en condiciones, de las buenas, con pantallita para los selfies que en aquel entonces nadie llamaba selfies. Me dediqué a fotografiar todo: tengo tantas fotos de esa época que mis amigos me temen, ya que tengo evidencia de lo sinvergüenzas que fueron a diferencia de lo respetables que aparentan ser hoy. En fin. En un viaje a Cieneguilla papá y yo nos hicimos esta foto en la que él sale horrible y yo salgo peor, pero que tomé para demostrarle que físicamente éramos idénticos. Es una de las pocas fotos que tenemos juntos, y siempre me gustó un montón.
Quisiera poder tomar fotos de todos esos momentos del pasado que hoy sólo se reproducen con claridad en mi memoria: la vez esa que papá y yo hicimos una pizza casera que, por alguna extraña reacción química en el horno, salió verde. Yo, muchísimo más alta que él, cuando llegaba del trabajo y me cargaba en brazos hasta casi tocar el techo de nuestro depa de Aramburú. El olor de la lavandería de la clínica, por donde teníamos que pasar para llegar a su oficina. Papá enseñándome a desentornillar enchufes, conocimiento que he olvidado por completo pero cuyo recuerdo sigue ahí.
Me gustaría poder tomar fotos de todos esos instantes que, en su momento, no tuvieron mayor importancia. Casi siempre nos olvidamos de que el significado de nuestras vidas está, escondido, en esos momentos insignificantes.
Compré “Un chino en bicicleta” el 2008, semanas antes de venir a vivir a España. No recuerdo las razones por las que lo elegí: la historia de un hombre secuestrado en el barrio chino de Buenos Aires no es algo que, de primeras, llame mi atención. Estaba hasta arriba de coordinaciones, papeleos y trámites, y mamá me decía “si tanto te estresa, no te vayas”. Pero me fui.
Empecé con el libro en el viaje intermedio que hice entre Perú y España, donde aproveché en visitar a mi hermana Cecilia que por entonces vivía en Miami. Mi sobrina Camila tenía un año y pico y ese pequeño limbo entre una ciudad y otra me liberó del estrés y la angustia que llevaba sintiendo por semanas: dejar una casa, una familia, un trabajo y una relación no me resultaba nada fácil. Terminé el libro en Miami (recuerdo haber leído sus capítulos imaginarios acurrucada en el sofá cama mientras Camila veía los Backyardigans) y como no me entraba ni un alfiler en la maleta, lo tuve que dejar. El libro se perdió en una de las tantas mudanzas de Cecilia, y nunca pude olvidar cómo me transformó. Intenté buscarlo varias veces sin éxito: era una joya descatalogada y me resigné a no volver a tenerla.
Hace una semana Enrique viajó a Argentina y le pedí que lo buscase, con la esperanza de que hubiese una copia en Buenos Aires. Nada. En fin. La sorpresa vino ayer cuando me entregó un paquete de correos y ahí estaba: la edición española del año 2007, de una librería de segunda mano que tenía una única copia. Pero cómo. Me pasé una hora dándole la chapa con lo importante que era este libro para mí, y me escuchó.
“Un chino en bicicleta” hizo crecer mi amor por la literatura, por los libros tan creativos, por las historias surrealistas y por el humor, tan importante, en las historias. Pero sobre todo, por una frase que fue muy necesaria en ese momento de cambios, y que vuelvo a sentir tan necesaria ahora: “la verdad es que nada resulta imprescindible cuando uno sabe que abandonarlo le valió la libertad”.
Si has leído hasta aquí, reclama un Sugus de piña en los comentarios, y lee este libro tan fantástico (aunque no lo presto, no vaya a ser qué).